Este escrito de un colombiano
No debe ser tomado como un
presagio, sino como una conclusión.
Un análisis que es
importante valorar.
Venezuela:
la Tormenta Perfecta
Autor:
Román Ortiz el Jue, 25/12/2014 - 21:24
A estas alturas, es un secreto a voces en todas las
cancillerías latinoamericanas que el régimen chavista en Venezuela se dirige
hacia un irremediable colapso que arrastrará al presidente Nicolas Maduro. De
hecho, la caída del barril de petróleo venezolano por debajo de los 55 dólares
ha asestado un golpe mortal a las decrepitas finanzas del Estado bolivariano.
La esperanza en muchas capitales de dentro y fuera de la región es que este sea
un “default” similar a otros sufridos por gobiernos latinoamericanos de todos
los colores. Al fin y al cabo, en las pasadas décadas, las bancarrotas de Perú,
Brasil y Argentina “solo” se tradujeron en un empobrecimiento generalizado de
los sectores populares – otros hicieron fabulosos negocios – una espiral de
protestas sociales y un cambio de gobierno más o menos traumático.
Sin embargo, en los casos anteriores, los cimientos
de las instituciones sobrevivieron y el fantasma de un desmoronamiento
generalizado del Estado pudo ser conjurado. El problema es que la muerte del
chavismo promete ser tan excepcional como ha sido la trayectoria del régimen
que ha hundido Venezuela en el subdesarrollo político, económico y social. De
hecho, la agonía del gobierno bolivariano combina tres factores que prometen
generar una tormenta político-estratégica perfecta. Por un lado, una debacle
económica que ha dejado el tejido productivo en un estado de postración como
solo 45 años de estalinismo lo hicieron en Europa Central y Oriental. Por otra
parte, una devastación institucional que solo se puede comparar a la creada por
el personalismo y la arbitrariedad de dictaduras como las de Muamar Gadafi en
Libia y Bashar al Assad en Siria. Finalmente, una fractura del aparato de
seguridad estatal que recuerda en alguna medida al escenario previo a la guerra
civil yugoslava, cuando ejército federal, guardias territoriales y formaciones
de policía se alistaban para lanzarse unas contra otras.
La inevitable bancarrota económica
Por lo que se refiere al colapso económico, las
cifras no dejan lugar a la discusión. Venezuela cerró el año con un tipo de
cambio de 175 bolívares por dólar en el mercado negro – la tasa oficial
mantiene la fantasía de 6,3 por cada billete verde– una inflación que algunos
analistas estiman por encima del 100% y un desabastecimiento de alimentos de
primera necesidad que la consultora Datanalisis situaba en el 70% en las redes
de distribución oficiales. Todo ello se hace visible mientras estimaciones
independientes –el gobierno ya no proporciona estadísticas – calculan que el
déficit público está en torno al 17% y la economía se ha contraído en un 3% en
2014. hace ya tiempo que los ascensos en la Fuerza Armada Nacional Bolivariana
(FANB), los cuerpos de policía y los servicios de inteligencia no se otorgan
por méritos sino por fidelidad al proyecto bolivariano Así las cosas, no
debería sorprender que la calificadora de riesgo Fitch haya reducido el valor
de los bonos venezolanos a la categoría de CCC lo que en lenguaje financiero
significa una notable probabilidad de suspensión de pagos.
Pero más allá del negro panorama de las cifras
financieras, la economía venezolana se enfrenta a la quiebra generalizada de su
tejido productivo. De hecho, el chavismo ha demostrado una capacidad para
destruir la estructura económica que en poco envidiaría a la de los comunistas
chinos durante los años 50 y 60. La infraestructura del país se encuentra en
bancarrota después de 15 años de abandono. Los cortes de luz son rutina y hay
zonas de Caracas que cuentan con suministro de agua solamente media hora al
día. Entretanto, los sectores productivos están en ruinas.
La agricultura se ha desmoronado como resultado de
la reforma agraria impulsada por el difunto presidente Chávez que barrio los
derechos de propiedad sobre la tierra, destruyó el empresariado rural y
multiplicó unos esquemas de producción cooperativa completamente inviables. Al
mismo tiempo, la industria privada ha cesado de existir por el efecto combinado
de un aluvión de medidas que anularon su rentabilidad – desde la prohibición de
despedir empleados hasta los controles de precios– y una oleada de
confiscaciones arbitrarias. El resultado es que la tradicional
petro-dependencia venezolana ha alcanzado niveles exorbitantes. Según el Banco
Central de Venezuela, la proporción entre exportaciones petroleras y no
petroleras pasó de 69%- 31% en 1998 a 96% – 4% en 2012. El problema es que la
economía del petróleo, la única existente, tampoco va bien. En el periodo
1998-2013, Caracas paso de producir 3,4 millones de barriles diarios a apenas
2,5.
La destrucción de las instituciones
Paralelamente al desmoronamiento económico, las
instituciones de la democracia venezolana han dejado de existir para
convertirse en instrumentos al servicio de un proyecto ideológico o sencillamente
oportunidades de enriquecimiento para redes criminales que han conseguido
capturarlas. Primero Chávez y luego Maduro han utilizado cada resorte del
Estado para forzar a los ciudadanos a apoyar al régimen, premiar a sus
simpatizantes y castigar a los disidentes. La adhesión a la revolución ha
garantizado acceso a los programas sociales bautizados como “misiones”, empleo
público y “regalos” del gobierno, desde computadores hasta carros.
Entretanto, los opositores han sido marginados de cualquier ayuda pública y han
visto como sus oportunidades económicas y sociales se reducían a medida que el
chavismo adquiría un control absoluto de los órganos de gobierno. Dentro de
este esquema, la conquista de la Justicia ha resultado clave para dejar al
ciudadano indefenso. Sin ninguna contemplación, el ejecutivo ha recurrido a
presionar o comprar a los jueces para obtener las sentencias que eran de su
agrado. En su libro “El TSJ al servicio de la revolución”, los abogados Antonio
Canova, Luis Alfonso Herrera, Rosa Rodríguez Ortega y Giuseppe Graterol han
demostrado que la Corte Suprema venezolana no ha dictado ni una sola sentencia
en contra del Estado entre las 45.474 emitidas en el periodo 2004-2013. Así las
cosas, a nadie debería extrañar el encarcelamiento ilegal del líder opositor
Leopoldo López.
En este contexto, cuando la oposición ha conservado
una presencia significativa en ciertas instituciones, el régimen ha optado por
destruirlas. Un buen ejemplo de este comportamiento ha sido la estrategia
frente a los gobiernos estatales y municipales en manos de la oposición. El
chavismo ha empleado una amplia gama de tácticas para hostigar a estas
entidades, incluyendo retener sus presupuestos, perseguir judicialmente a sus
líderes y restringir sus competencias en áreas como la seguridad pública. Pero
además, ante la imposibilidad de someterlos completamente, ha preferido
reemplazarlos progresivamente por estructuras de nuevo cuño que fusionan
partido revolucionario y administración local: los consejos comunales. De hecho,
estos organismos se han convertido en canales a través de los cuales el Estado
distribuye buena parte de sus programas sociales. El problema es que los
consejos no solamente son caóticos sino que además excluyen a todos los no
chavistas.
Al mismo tiempo, una combinación de afanes
ideológicos y desprecio por el conocimiento técnico ha conducido al Estado a
una hipertrofia normativa que ha traído consigo parálisis, caos y corrupción.
Si exceptuamos los experimentos socialistas de Cuba y Nicaragua, ningún gobierno
latinoamericano como el venezolano ha intentado regular cada aspecto de la vida
de sus ciudadanos, desde el margen de beneficio de las empresas hasta la
educación en las escuelas. La paradoja es que esta obsesión por el control ha
venido acompañada por una inmensa incompetencia. Todo se regula y nada
funciona. Si se cumplen las normas, las actividades más sencillas se hacen
imposibles. En consecuencia, la única opción para sobrevivir –desde mantener
una empresa a flote hasta conseguir una caja de leche – es saltarse las reglas.
El resultado ha sido una enorme expansión de la informalidad y la corrupción.
El gobierno legisla, los ciudadanos sufren y unos pocos se enriquecen cobrando
por las puertas traseras que agilizan trámites absurdos o facilitan medicinas
imprescindibles. El Estado se ha convertido en un laberinto lleno de trampas y
cualquier tiene que pagar para que lo guíen a la salida o arriesgarse a quedar
atrapado.
La fragmentación del aparato de seguridad
La tercera variable que crea las condiciones para
la “tormenta perfecta” venezolana es una quiebra del monopolio del gobierno
sobre el uso de la fuerza. La República Bolivariana ha visto una expansión
sorprendente de los órganos de coerción del Estado. Tradicionalmente, la
estructura del aparato de seguridad venezolano había resultado
considerablemente enmarañada debido a la existencia de un modelo militar que
incluía cuatro fuerzas – Ejército, Armada, Fuerza Aérea y Guardia Nacional – al
que se añadían la Dirección Nacional de los Servicios de inteligencia y
Prevención (DISIP), el Cuerpo Técnico de Policía Judicial (CTPJ) y un entramado
de fuerzas policiales de rango estatal y local.
Sobre esta base, quince años de chavismo han dado
pasos decisivos para hacer el sistema completamente ingobernable. De hecho, el
régimen ha creado otros dos organizaciones adicionales. Por un lado, el Cuerpo
de Policía Nacional Bolivariana que asumió la responsabilidad de mantener el
orden a nivel nacional. Por otra parte, las Milicias Bolivarianas que se han
convertido en una fuerza paralela al Ejército regular y teóricamente están
llamadas a cumplir misiones tanto de seguridad interna como defensa exterior. A
ello, se suma que el gobierno ha formateado ideológicamente dos de las
instituciones de seguridad ya existentes: la DISIP ha pasado a llamarse
Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (SEBIN) y el CTPJ que se ha
transmutado en el Cuerpo de Investigaciones Científicas, Penales y
Criminalísticas (CICPC). En otras palabras, el modelo de seguridad bolivariano
incluye 8 estructuras militares y policiales de alcance nacional a las que se
suman las policías de estados y municipios.
Semejante laberinto organizativo se ha hecho cada
vez más disfuncional como consecuencia de tres enfermedades. Por un lado, la
politización de todo el sistema ha acabado con cualquier vestigio de
profesionalismo y convertido a todos los organismos militares y policiales en
una prolongación del partido de la revolución. De hecho, hace ya tiempo que los
ascensos en la Fuerza Armada Nacional Bolivariana (FANB), los cuerpos de
policía y los servicios de inteligencia no se otorgan por méritos sino por
fidelidad al proyecto bolivariano y, sobre todo, al jefe de turno. El problema
es que como la revolución incluye líderes y líneas políticas dispares así
también los organismos de seguridad han quedado subordinados a facciones
ideológicas contrapuestas.
Por otra parte, la corrupción ha disuelto las
cadenas de mando policial y militar. Muchas unidades militares y policiales han
dejado de seguir órdenes para moverse exclusivamente por el afán de lucro,
buscando cada oportunidad para recibir sobornos o involucrarse en actividades
ilegales como el narcotráfico o el secuestro. Finalmente, las rivalidades entre
los organismos de seguridad y defensa se han desbordado. Ciertamente, la
hostilidad entre la Guardia Nacional y el Ejército o entre este y las Milicias
Bolivarianas son de larga data. Pero es que además, la corrupción ha hecho los
enfrentamientos más agudos y temibles. De hecho, la competencia por el control
de las rentas criminales ha llegado a ser motivo de violencia entre miembros
corrompidos de las distintas fuerzas de seguridad que no han dudado en echar
mano de sus armas para asegurarse su parte del negocio frente a la avaricia de
sus camaradas.
Bajo estas circunstancias, paradoja de las
paradojas, el Socialismo del Siglo XXI ha creado las condiciones para la
privatización de la seguridad. La inefectividad y la corrupción han desembocado
en una espiral de criminalidad y violencia en las ciudades y los campos de
Venezuela. Como consecuencia, han proliferado los “empresarios” de la seguridad
disfrazados con distintos ropajes que imponen un nuevo orden sobre los
ciudadanos a través de una combinación de coerción y poder económico. En muchos
casos, se trata de estructuras político-criminales que conviven y colaboran con
el régimen.
El mejor ejemplo son los llamados “colectivos”,
grupos radicales que controlan barrios como el 23 de Enero de Caracas donde se
lucran con todo tipo de negocios ilegales, mantienen el monopolio de la fuerza
y administran una variedad de programas sociales. Estos grupos –desde “Los
Tupamaros” hasta “La Piedrita” – forman parte de las estructuras de protección
del régimen y han jugado un papel clave en la represión de las marchas
estudiantiles de 2014; pero al mismo tiempo han protagonizado enfrentamientos
con la policía por el control de los sectores urbanos donde hacen presencia. En
realidad, en un buen número de distritos periféricos de las ciudades, grupos
como ellos son la única forma de gobierno disponible.
Hacia un estallido de violencia
Así las cosas, la secuencia del estallido
venezolano se puede trazar con alguna precisión. La presente hecatombe
económica está pauperizando a una gran parte de la población. En consecuencia,
resulta inevitable que se produzca un incremento de la conflictividad social y
política cuyo resultado será un aumento de las presiones para forzar la salida
del gobierno de Nicolas Maduro y, en general, el final del régimen. De hecho,
una encuesta de Datanalisis publicada el pasado octubre ya revelaba un aumento
del rechazo popular hacia el presidente venezolano que se situaba en torno al
67,5% de los encuestados. Todo un record en un país donde manifestarse en
contra del gobierno puede tener consecuencias nefastas para los ciudadanos.
En un entorno institucional normal, estas tensiones
políticas serían tramitadas a través de las instituciones con miras a avanzar
hacia un relevo político ordenado. Pero al menos dos factores hacen imposible
una transición sin sobresaltos. Por un lado, la dirigencia chavista sabe que no
puede abandonar el poder sin exponerse a ser perseguida dentro y fuera del país
por una lista de crímenes que van desde corrupción a violaciones de los
derechos humanos. Por otra parte, las instituciones que deberían tramitar el
cambio político – el Congreso, la Justicia, etc. – han sido convertidas en
instrumentos de manipulación y represión por parte del oficialismo.
Como consecuencia, el gobierno responderá con dosis
crecientes de represión a las protestas de una población que hace tiempo vio
confiscados sus derechos civiles y ahora sencillamente no encuentra los bienes
esenciales –comida, energía, etc. – que demanda su supervivencia. En cualquier
caso, los límites de esta espiral represiva están marcados por las debilidades
del aparato de seguridad chavista. A diferencia de casos como el régimen
castrista, las Fuerzas Armadas y la Policía del régimen bolivariano están
fracturadas por el faccionalismo político, la corrupción y los intereses
regionales.
Bajo estas circunstancias, es muy dudoso que el
llamamiento del ejecutivo a defender la revolución sea respondido de forma
unida por militares y policías contaminados por el narcotráfico o “colectivos
armados” que ven la crisis como una oportunidad para imponer el “verdadero
socialismo”. Por el contrario, el estallido de ira popular podría ser el
pistoletazo de salida para que distintas facciones del régimen, todas ellas
armadas, se lancen unas contra otras en una disputa por los despojos del
Estado. Resulta difícil aventurar si esta confrontación terminará en dictadura
o caos; pero es seguro que traerá consigo violencia en una escala que la
sociedad venezolana no contempla desde el “Caracazo” de 1989.
Una mirada a Venezuela casi inevitablemente trae a
la memoria la conocida frase del líder girondino francés, Pierre Vergniaud, “la
revolución, como Saturno, devorará sucesivamente a todos sus hijos y finalmente
llevará al despotismo con todas las calamidades que siempre acompañan a este”.
Pero como en otros experimentos de ingeniería social fracasados, la tragedia va
más allá del naufragio de un puñado de intelectuales radicales y unos pocos
aventuraros políticos. El verdadero drama reside en el destino de millones de
ciudadanos comunes arrastrados al abismo por el fanatismo de algunos, la falta
de escrúpulos de bastantes y la ignorancia de muchos. Las consecuencias del
desastre prometen perdurar por mucho tiempo, a disposición de cualquiera que
tenga la honestidad política para contemplarlas y extraer las imprescindibles
lecciones.