El País
¿Quiénes son los periodistas?
El periodista pasa gran parte de su vida profesional
cerca del político, por lo que puede llegar a creerse uno de ellos
MIGUEL ÁNGEL BASTENIER 17 OCT 2014 - 23:20 CEST
En una ocasión
traté de definir qué era eso de ser periodista y llegué a la conclusión de que
eran, éramos, una suma de todo lo que no somos. El periodista no es propiamente
hablando escritor o novelista, aunque en su trabajo sea susceptible de
adentrarse en lo literario; tampoco es un sociólogo, pero no cabe duda de que
en su producción hay elementos intuidos o académicos que proceden de la
sociología; sería mucho decir que es un historiador pero las hemerotecas son
constantemente visitadas por los historiadores, porque de ellas extraen un
mineral para refinar, comentar, interpretar; y lo más grave de todo es que no
siendo un político, sino el gran censor de la cosa pública, el periodista pasa
gran parte de su vida profesional en su peligrosa cercanía, por lo que puede
llegar a creerse uno de ellos, con las ínfulas de redentorismo que cabe que
entrañe, lo que es mortal de necesidad para el ejercicio de la profesión.
Luego,
el periodista es la suma de todas esas cosas que no es. Y esa suma de
peculiaridades explica por qué ni en Europa ni Estados Unidos se exija un
diploma universitario —aunque yo prefiero tenerlo— para el desempeño del periodismo.
Es periodista el que se gana la vida como tal y nadie más.
Todo lo anterior
me parece relevante en tiempos en que se han difuminado de manera equívoca los
perfiles de nuestra profesionalidad. Para empezar, están las confusiones más o
menos espontáneas en las que América Latina es pionera y a las que España se
está apuntando. Hablo de ese quantum x que en las facultades llaman “comunicador social”, y que nadie hasta
la fecha ha logrado explicarme en qué consiste. Pero con más abolengo existe en
el mundo de habla española otro gran embolado conocido como “periodista institucional”. Si puede
decirse que el comunicador social mora en las vecindades de la práctica
periodística, el periodista institucional es ya la cuadratura del círculo: en
Europa se puede ser institucional, es decir, jefe o encargado de prensa de
alguna entidad pública, ocupación tan respetable como la que más, o periodista,
pero no ambas cosas a la vez. Un responsable de información de un ministerio o
cualquier otra entidad gubernamental no tiene por misión informar a la Prensa,
sino atender a las necesidades y objetivos de su jefe, lo que está
frecuentemente reñido con el ejercicio de la profesión. El periodista colombiano Javier Darío Restrepo, recientemente
galardonado con el premio a la excelencia periodística de la FNPI de Cartagena —la fundación de Gabriel
García Márquez— decía hace unas semanas que el informador de quien tiene
que desconfiar por encima de todo es de las fuentes oficiales. Ni siquiera es
preciso que esas fuentes mientan, sino que basta con que den una versión
interesada, incompleta, edulcorada de las cosas para que la labor del jefe de
prensa no sea periodismo.
Si nos trasladamos
al ámbito de la empresa privada nos encontramos con un proyecto de neologismo
que se suele emplear, cada vez con mayor frecuencia en España, directamente en
inglés para designar parecida función: community
manager. Y aquí ya no puede caber duda si las hubiera, el responsable de
ese flujo digamos informativo, se debe única y exclusivamente a los intereses
de la empresa para la que trabaja, de forma que su tarea es cada día más
parecida a la de un simple jefe de publicidad. Ni los Gobiernos, ni las
empresas han convocado jamás una conferencia de prensa para dar una noticia, o
mejor, su intención primera no ha sido nunca esa, sino la de anticiparse a una
versión menos favorable de lo acontecido que esté próxima a surgir, presentar
de la manera más decorativa posible el desarrollo de que se trate, o trompetear
grandes éxitos aerodinámicos. Y que no se me malinterprete, esos trabajadores
de la comunicación, que es como habría que llamarlos, pueden hacer su trabajo
honradamente y no mentir, pero eso no es periodismo.
Pero cuando la
confusión se adentra en el caos es con determinada utilización de las redes
sociales, e inventos contemporáneos como el llamado “periodismo comunitario”.
Vaya por delante que en las redes sociales se puede hacer buen periodismo, que
aficionados y voluntarios pueden facilitar informaciones valiosas, hasta
superar en ocasiones el trabajo de los profesionales oficialmente habilitados
para ello, pero ¿dónde está la garantía, la confirmación indiscutible de la
mayor parte de lo que nos llega por esos medios? Por esta razón, las redes
sociales a lo que se dedican mayormente es a la comunicación, no a la
información, que solo puede darnos una marca que reconozcamos como fiable, la
del periódico, impreso o digital, que se atiene a unos códigos profesionales
que no son obligados en las redes. Se ha dicho que los periódicos, muchos de
ellos, tienen unas vinculaciones económicas que no les consienten una verdadera
independencia, mientras que los comunicadores son libres como el aire que
respiran, y por ello de mayor confianza. A veces, sí, y otras, no tanto. Pero
el principio esencial aquí es el de que el lector siempre tiene razón; si
prefiere la comunicación a la información tiene todo el derecho del mundo a
obrar así. Yo solo digo que entre la falta de aval conocido de lo que leo en
las redes y la información refrendada por una marca de periódico, de la que
pueda fiarme, me decantaré siempre por esta última. Pero eso no implica que
cierre la puerta a los francotiradores de las redes.
Periodista es tan
solo, en definitiva, el que se gana la vida como periodista, con o sin carnet,
normalmente a tiempo completo. Con eso no se es ni más ni menos que cualquier
otro profesional, ni mucho menos tenemos ganado el cielo porque el lector hará
la selección de lecturas que mejor le convenga, y será muy dueño de preferir a
comunicadores no “contaminados” por intereses espúreos.
Pero esos no son
periodistas
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